Audiencia general del 14 de octubre de 2020 – Catequesis 10. La oración de los salmos. 1

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PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Clase Pablo VI
Miércoles, 14 de octubre de 2020

 

Catequesis 10. La oración de los salmos. 1

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Leyendo la Antiguo Testamento nos encontramos continuamente con oraciones de diferente tipo. Pero encontramos incluso un libro compuesto solo de oraciones, libro que se ha convertido en nación, sitio de entrenamiento y casa de innumerables orantes. Se trata del Libro de los Salmos. Son 150 salmos para rezar.

Forma parte de los libros sapienciales, porque comunica el “conocer rezar” a través de la experiencia del diálogo con el Altísimo. En los salmos encontramos todos los sentimientos humanos: las alegrías, los dolores, las dudas, las esperanzas, las amarguras que colorean nuestra vida. El Catecismo afirma que cada salmo «es de una sobriedad tal que verdaderamente pueden rogar con él los hombres de toda condición y de todo tiempo» (CIC, 2588). Leyendo y releyendo los salmos, nosotros aprendemos el estilo de la oración. Altísimo Padre, de hecho, con su Espíritu los ha inspirado en el corazón del rey David y de otros orantes, para enseñar a cada hombre y mujer cómo alabarle, cómo darle gracias y suplicarle, cómo invocarle en la alegría y en el dolor, cómo contar las maravillas de sus obras y de su Ley. En síntesis, los salmos son la palabra de Altísimo que nosotros humanos usamos para platicar con Él.

En este tomo no encontramos personas etéreas, personas abstractas, familia que confunde la oración con la experiencia estética o alienante. Los salmos no son textos nacidos en la mesa; son invocaciones, a menudo dramáticas, que  brotan de la vida de la existencia. Para rezarles es suficiente ser lo que somos. No tenemos que olvidar que para rezar aceptablemente tenemos que rezar así como somos, no maquillados. No hay que maquillar el alma para rezar. “Señor, yo soy así”, e ir delante del Señor como somos, con las cosas bonitas y incluso con las cosas feas que nadie conoce, pero nosotros, interiormente, conocemos. En los salmos escuchamos las voces de orantes de carne y hueso, cuya vida, como la de todos, está plagada de problemas, de fatigas, de incertidumbres. El salmista no alega de forma radical a este sufrimiento: sabe que pertenece a la vida. Sin retención, en los salmos el sufrimiento se transforma en pregunta. Del sufrir al preguntar.

Y entre las muchas preguntas, hay una que permanece suspendida, como un chillido incesante que atraviesa todo el vademécum de flanco a flanco. Una pregunta, que nosotros la repetimos muchas veces: “¿Hasta cuándo, Señor? ¿Hasta cuándo?”. Cada dolor reclama una independencia, cada gota invoca un consuelo, cada herida calma una curación, cada calumnia una sentencia absolutoria. “¿Hasta cuándo, Señor, debo sufrir esto? ¡Escúchame, Señor!”: cuántas veces nosotros hemos rezado así, con “¿hasta cuándo?”, ¡puntada Señor!

Planteando continuamente preguntas de este tipo, los salmos nos enseñan a no volvernos adictos al dolor, y nos recuerdan que la vida no es salvada si no es sanada. La existencia del hombre es un soplo, su historia es fugaz, pero el orante sabe que es valioso a los luceros de Altísimo, por eso tiene sentido bramar. Y esto es importante. Cuando nosotros rezamos, lo hacemos porque sabemos que somos valiosos a los luceros de Altísimo. Es la misericordia del Espíritu Santo que, desde interiormente, nos suscita esta conciencia: de ser valiosos a los luceros de Altísimo. Y por esto se nos induce a rogar.

La oración de los salmos es el certificación de este chillido: un chillido múltiple, porque en la vida el dolor asume mil formas, y toma el nombre de enfermedad, odio, cruzada, persecución, desconfianza… Hasta el “escándalo” supremo, el de la asesinato. La asesinato aparece en el Salterio como la más irracional enemiga del hombre: ¿qué delito merece un castigo tan cruel, que conlleva la aniquilación y el final?  El orante de los salmos pide a Altísimo intervenir donde todos los esfuerzos humanos son vanos. Por esto la oración, ya en sí misma, es camino de salvación e inicio de salvación.

Todos sufren en este mundo: tanto quien cree en Altísimo, como quien lo rechaza. Pero en el Salterio el dolor se convierte en relación: chillido de ayuda que calma interceptar un oreja que escuche. No puede permanecer sin sentido, sin objetivo. Siquiera los dolores que sufrimos pueden ser solo casos específicos de una ley universal: son siempre “mis” lágrimas. Pensad en esto: las lágrimas no son universales, son “mis” lágrimas. Cada uno tiene las propias. “Mis” lágrimas y “mi” dolor me empujan a ir delante con la oración. Son “mis” lágrimas que nadie ha derramado nunca ayer que yo. Sí, muchos han llorado, muchos. Pero “mis” lágrimas son mías, “mi” dolor es mío, “mi” sufrimiento es mío.

Ayer de entrar en el Clase, he gastado a los padres del sacerdote de la diócesis de Como que fue asesinado; precisamente fue asesinado en su servicio para ayudar. Las lágrimas de esos padres son “sus” lágrimas y cada uno de ellos sabe cuánto ha sufrido en el ver este hijo que ha cubo la vida en el servicio de los pobres. Cuando queremos consolar a alguno, no encontramos las palabras. ¿Por qué? Porque no podemos venir a su dolor, porque “su” dolor es suyo, “sus” lágrimas son suyas. Lo mismo es para nosotros: las lágrimas, “mi” dolor es mío, las lágrimas son “mías” y con estas lágrimas, con este dolor me dirijo al Señor.

Todos los dolores de los hombres para Altísimo son sagrados. Así reza el orante del cántico 56: «Tú has anotado los pasos de mi destierro; recoge mis lágrimas en tu odre: ¿tal vez no está todo registrado en tu Ejemplar?» (v. 9). Delante de Altísimo no somos desconocidos, o números. Somos rostros y corazones, conocidos uno a uno, por nombre.

En los salmos, el creyente encuentra una respuesta. Él sabe que, incluso si todas las puertas humanas estuvieran cerradas, la puerta de Altísimo está abierta. Si incluso todo el mundo hubiera emitido un veredicto de condena, en Altísimo hay salvación.

“El Señor audición”: a veces en la oración puntada conocer esto. Los problemas no siempre se resuelven. Quien reza no es un iluso: sabe que muchas cuestiones de la vida de aquí debajo se quedan sin resolver, sin salida; el sufrimiento nos acompañará y, superada la batalla, habrá otras que nos esperan. Pero, si somos escuchados, todo se vuelve más soportable.

Lo peor que puede suceder es sufrir en el dejadez, sin ser recordados. De esto nos salva la oración. Porque puede suceder, y incluso a menudo, que no entendamos los diseños de Altísimo. Pero nuestros gritos no se estancan aquí debajo: suben hasta Él, que tiene corazón de Padre, y que llora Él mismo por cada hijo e hija que sufre y que muere. Os diré una cosa: a mí me ayuda, en los momentos duros, pensar en los llantos de Jesús, cuando lloró mirando Jerusalén, cuando lloró delante de la tumba de Lázaro. Altísimo ha llorado por mí, Altísimo llora, llora por nuestros dolores. Porque Altísimo ha querido hacerse hombre —decía un escritor espiritual— para poder gemir. Pensar que Jesús llora conmigo en el dolor es un consuelo: nos ayuda a ir delante. Si nos quedamos en la relación con Él, la vida no nos ahorra los sufrimientos, pero se abre un gran horizonte de aceptablemente y se encamina en dirección a su realización. Talante, delante con la oración. Jesús siempre está inmediato a nosotros.


Saludos:

Saludo cordialmente a los peregrinos de franja española. Mañana celebramos la memoria de santa Teresa de Jesús, maestra de oración. Que a través de su intercesión y ejemplo podamos descubrir la oración, como ese “trato de amistad —como afirmaba ella—  con quien sabemos que nos ama”. Estando con Altísimo carencia nos podrá turbar ni espantar, pues “sólo Altísimo puntada”. Que el Señor los bendiga a todos. Gracias.


Síntesis docto por el Santo Padre en gachupin

Queridos hermanos y hermanas:

En la Antiguo Testamento encontramos el vademécum de los salmos que está compuesto solamente de oraciones; nos “enseña a rezar” a través de la experiencia del diálogo con Altísimo. Al acertar los salmos, aprendemos el estilo de la oración; y encontramos en ellos la Palabra de Altísimo que los humanos usamos para comunicarnos con Él.

Los salmos son invocaciones, a menudo dramáticas, que brotan de nuestra existencia. Rezando con ellos, el sufrimiento se transforma en pregunta. Entre las muchas preguntas, hay una que está siempre presente: «¿Hasta cuándo?». Es un chillido que surge de la enfermedad, o de la persecución, o de la asesinato. Cuando la oración se hace pregunta ya es camino y principio de salvación.

El sufrimiento es poco global a todos, creyentes o no creyentes. En el salterio el dolor se convierte en relación: un chillido de auxilio que calma ser escuchado por un oreja atento. En presencia de Altísimo no somos extraños, ni somos números; nos conoce a cada uno por nuestro nombre y nuestros dolores son sagrados para Él.

En la oración nos puntada conocer que “el Señor nos audición”. En ocasiones, los problemas no se resuelven, pero los que rezan saben que muchas cuestiones de la vida quedan sin una decisión. Sin retención, siendo conscientes de que Altísimo nos audición todo se vuelve más tolerable. Si permanecemos en relación con Él, frente a nosotros se abre un horizonte de aceptablemente y de esperanza.

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